La hija de Jairo (de Andrés Eloy Blanco)
Año 2000
Preservemos el espíritu de la Navidad que hoy rebosa nuestros corazones y aguardemos con esperanza el comienzo del Año Nuevo, portal del Tercer Milenio, y que nos depare nuevos días de vida plena en el goce del bienestar físico y espiritual nuestro y de todos los seres que amamos.
Comparto contigo este bellísimo poema, sobre uno de los milagros de resurrección realizados por Jesús.
Juan Carlos Caputo
La hija de Jairo
I
¡Yo la amaba, la amaba!… Quedó yerta;
la Muerte al fin le marchitó las rosas…
yo estaba cerca de la niña muerta,
llorándole las manos luminosas.
¡Yo la amaba, la amaba!… Sus colores
eran de rosa en la mañana aquella,
y el rosa huyó como al morir las flores
cuando llegó la Muerte junto a Ella.
¡Blanca, blanca!… ¡Qué blanca se me puso!
¡Cómo se disolvía en la blancura!
¡Su mano completó la vestidura…
como prolonga el algodón el huso!…
¡Yo la amaba, la amaba!… Voces buenas
clamaron lejos: “El Rabí ha tornado”.
Jairo partió en su busca y a mi lado
la blanca niña era una nube apenas…
Llegó el Rabino. Y todos fueron mudos;
silenció su plañir la plañidera…
llegó el Rabino de los pies desnudos,
maduro el trigo de su cabellera.
“No es muerta…; duerme”… El tañedor reía
“No es muerta…; duerme”… Y Jairo sollozaba
y era una nube así, la niña mía
y a su lado, temblando, yo la amaba…
“¡No es muerta…; duerme!”… Y la ordenó: “¡Levanta!”
y Ella se alzó, delgada de martirio,
y una voz le subió por la garganta
como una abeja que abandona un lirio.
Y yo la amé de nuevo, resurrecta;
su misma voz, su misma luz tenía,
pero la Muerte la dejó perfecta
con la blancura de morirse un día.
II
Murió de nuevo un día… Yo la amaba;
mas sin remedio se murió aquel día…
“¡Vuelve, Rabino, vuelve!”…, yo clamaba
pero el Rabino rubio no volvía.
Pasó la niña veinte siglos muerta,
murió Cafarnaum de Palestina,
y el alma mía, inútil y desierta,
lloraba inmortal sobre la ruina.
¡Yo la amaba, la amaba!… Su blancura
la buscaba en la blanca nebulosa,
su cabellera entre la noche oscura
y en el Poniente su color de rosa…
Y al fin la hallé… Escondida entre los tules
de una puesta de sol, estaba Ella;
su carne inmóvil entre dos azules
inauguraba la primera estrella…
Y la encontré más blanca todavía,
flotando en el azul, sin vestidura.
¡Qué blanca estaba así! La niña mía
tenía veinte siglos de blancura…
Clamé al Amor entonces… Voces buenas
dijeron a lo lejos: “Te ha escuchado”.
Clamé al Amor eterno…, y a mi lado
la blanca niña era una nube apenas…
Llegó el Amor. Los cielos fueron mudos,
su leve paso silenció la esfera;
llegó el eterno Amor de pies desnudos,
maduro el trigo de la cabellera…
“¡No es muerta…; duerme!”… y la ordenó: “¡Levanta!”
y ella se alzó, delgada de martirio,
y una voz le subió por la garganta
como una abeja que abandona un lirio.
Y ha vuelto a mí…, su cabellera oscura,
su misma voz… pero en la mano fría
con veinte siglos de amasar blancura,
persiste el miedo de morirse un día…
ANDRÉS ELOY BLANCO
(Venezolano, 1897 – 1955)
Diciembre, Navidad de 2000.